sábado, 2 de abril de 2016

Bowie, Amando al extraterrestre.


Christopher Sandford, T&B Editore


(Homenaje a mi Bowie favorito. DEP)


El atractivo del hombre que era “todas las cosas para todo el mundo” le había llevado a entablar algunas relaciones extrañas, de las que Cher o Dinah Shore no fueron las menores. Shore pensaba que “David odiaba que le asignaran un nicho que no era su mundo natural”. Los descartes de Bowie en Hansa sugieren que tenía un estilo para gustarse a sí mismo y otro para el público: además de los experimentos art noise que hizo con Eno, hubo docenas de canciones felices, atravesadas de nostalgia. La voz de Bowie, alimentada por cuarenta cigarrillos diarios, estaba raída en los bordes, pero su calidez y personalidad, permanecían intactas. Escuchar a su dueño revaluar su vida desde el otro lado de la fama era una experiencia compulsiva. En los recuerdos de sus años berlineses , había, como tantas veces antes, dos Bowies,  el prominente y familiar y el casi opaco o invisible. Docenas de fans conocían a Bowie como el ahora intimidante , ahora retraído cantante, compositor, productor, árbitro del estilo, andrógino, el hombre ágil e inteligente que corría de personaje en personaje. Para aquellos que lo conocieron en el Hansa o el Nemesis, el Bowie de 1977 era una presencia sobriamente vestida, cóncava por las drogas, al que los pantalones de punta de navaja, la camisa abierta y el crucifijo daban un aspecto de turista cubano. Para otros era un hombre crispado y nervudo, físicamente tanto como en personalidad. “David era una persona muy tensa, siempre iba con prisas”, dijo Shore, recordando cómo cruzaba Bowie el cavernoso estudio de sonido. “Caminaba tenso, y cuando caminaba, como que se estropeaba. Quiero decir que no era un andar grácil ni pausado”. Un músico cuenta cómo Bowie movía los brazos “como si quisiera ganar una carrera”. Lo periodistas a los que Bowie conoció aquel verano observaron un mayor interés por ser aprobado. “Creo en los dos últimos discos más que en todo lo que he hecho hasta ahora”, le dijo a un redactor. “Pienso en mis trabajos anteriores y no hay gran cosa que me guste demasiado”. Los pocos privilegiados que conocieron a Bowie en las madrugadas del Joe’s Bar o de la Hauptstrasse dicen que se lamentaba con frecuencia, como había hecho con Shore, de su encasillamiento. “Yo admiraba a Ziggy”, le dijo a una mujer en privado. “No me caía bien. Cantar canciones folk era una vía demasiado lenta, y yo preferí ir a por todas”. Me convertí en una estrella del rock. Es mi trabajo. No es toda mi vida”. 


Después de un mes en Suiza, Bowie volvió a Londres en octubre, para promocionar su nuevo álbum. Pasó dos días en el Hotel Dorchester, donde comunicó a la prensa que Low y “Heroes” eran sendos himnos airados a su propia supervivencia. “Station to Station y Young Americans fueron momentos terriblemente traumáticos. (…) Yo estaba fatal. Me enfurecía estar todavía con lo del rock”. Ante “Melody Maker”, Bowie se declaró “pesimista” y dijo: “Creo que hay cierto alivio en la compasión, y esa no es una palabra que suela adjudicarse a mi trabajo. Creo que en “Heroes” hay compasión”. Habló de su hijo. A la mañana siguiente Bowie y Joe (que así se llamaba ahora) tomaron un vuelo a Nairobi y se alojaron en Treetops, la casa de los safaris de la familia real, y visitaron a la tribu masai. 

Uno de los frutos de este viaje a Kenia fue “African Night Flight”, una canción del álbum de 1979 Lodger, y la primera manifestación de repudia de sus diatribas de mediados de los setenta. La canción hablaba del drama del numeroso contingente de ex pilotos de la Luftwaffe que permanecían exiliados en Mombasa, “permanentemente derrotados, siempre hablando de cuándo se marcharan”. “Fantastic Voyage” y “Repetition” contenían un revisionismo similar. Al final de aquella década ocurrió el hecho que había estado implícito desde el principio en el ataque crítico y en la propia personalidad de Bowie: su conversión al liberalismo de estrella del rock. En la época en que apareció Tin Machine, a finales de los ochenta, Bowie se había convertido en un clásico de los actos benéficos de la industria del espectáculo, en el patrocinador del Centro Social de Brixton y en el autor de diatribas antifascistas tipo “Under the God”. 

No fue siempre así. Más tarde, Bowie hablaría de su obsesión por el “aspecto mágico de la campaña nazi, de la mitología que ésta llevaba consigo”; el mito de la regeneración nacional y del “hombre nuevo”, cifrada en la búsqueda de un Nuevo Orden que trascendiera la fútil deriva de la política moderna. Para Bowie, el fascismo era una consecuencia directa de la crisis que sufrió Europa antes de 1914, cuando la biología de Darwin, el fatalismo de Nietzsche y la psicología de Freud destruyeron de un plumazo las certezas morales de la época. Para él, la esencia del movimiento era la apelación al desarrollo personal a través del liderazgo de un gurú sapientísimo, alguien que, como el “superhombre” de Nietzsche, se atrevía a diferenciarse de los demás. 

Bowie, por tanto, justificaba el fascismo a través de su acostumbrada mezcla de lo personal y lo semiesotérico. Pero sólo un saludo marcial separaba al músico del pensamiento inquieto y original del neonazi que componía. Bowie negó más tarde que su coqueteo con el expresionismo alemán se hubiera extendido al Tercer Reich. Y sin embargo, aparte del incidente de la estación Victoria y las imágenes furtivas que había tomado Andy Kent (y la confiscación del “material de investigación” nazi de Bowie por las autoridades de la frontera soviética), era evidente que Bowie atribuía a Hitler un dominio de su público de tintes mesiánicos, a lo Ziggy. “Él fue una de las primeras estrellas del rock”, dijo Bowie. “Sólo hay que ver sus películas y ver cómo se movía. Creo que era tan bueno como Jagger… Hitler utilizó la política y las herramientas del teatro y creó una cosa que gobernó y controló su espectáculo durante aquello doce años. El mundo nunca volverá a ver a nadie como é. Él escenificó un país”. Que Bowie se atribuía una tendencia megalomaniaca lo confirmó una frase que dijo al “Rolling Stone” en febrero de 1976: “Creo que yo hubiera sido un Hitler muy bueno. Hubiera sido un dictador excelente”. Muy excéntrico y bastante loco”. Y luego estaba la letra que compuso para “China Girl”, para el The Idiot de Iggy:

[Recorro la ciudad como una vaca sagrada
Visiones de esvásticas en mi cabeza
Planes para todo el mundo…]

Bowie llegó a Berlín albergando un interés más que pasajero por la historia nazi. Si algunas de sus efusiones pueden pasar por simple curiosidad, también se pueden considerar como un intento de expresar el mito esencial del potencial deifico del hombre, un tema que está presente en todos sus trabajos desde 1970. Cuando Bowie conoció a los fanáticos nazis reales, que vivían a su alrededor en Schöneberg -un ortodoncista de su edificio guardia reproducciones de los cráneos de cada uno de los miembros del gabinete de Hitler, y los utilizaba para demostrar los méritos dentales de la “sangre nórdica”-, cambió rápidamente de opinión. Se horrorizó, no sólo por los ataques de la prensa británica, sino por la procesión constante de nacionalistas feroces, racistas y aprovechados morales que aparecían en su puerta. Una noche, en la Hauptstrasse, un marchante de arte en horas bajas intentó venderle un busto a tamaño 1:2 del escultor favorito de Hitler, Arno Breker. Iggy tuvo que expulsarlo físicamente. Hubo un segundo incidente : mientras paseaba solo cerca de Hansa, Bowie descubrió con estupor su nombre pintado en el lado occidental del muro de Berlín, con las dos últimas letras distorsionadas para formar una esvástica. Ya en 1972, Ronson había advertido a su amigo del riesgo de “ponerse en plan Genghis Khan” cuando hablaba de política. Durante cinco años no fue de esperar un brote de cordura semejante. En Berlín todo esto cambió. En la época de “Heroes”, el apego romántico de Bowie al germanismo había dado lugar a una nueva fe en el consuelo del sentimiento humano. el proceso se aceleró con Lodger. “It’s no Game” (1980) ultimó su autorreinvención como pensador social y político juicioso. “Ser insultado por esos fascistas, es tan degradante”, cantó. El hecho de que fuera capaz de pensar de forma racional cuando en su vida privada estaba atrapado en una crisis de identidad siempre dio la medida de la complejidad y la fuerza de Bowie, y en la distancia sus transformaciones políticas, como sus metamorfosis estilísticas, se antojan extrañamente lógicas. Pero al incluir a Hitler entre sus modelos de conducta y al romper una lanza por lo incalificable, Bowie estuvo a punto de dar al traste con su carrera profesional. 

Además de las amantes que se reunían con él en la Hauptstrasse o en Blonay, Bowie llevaba varios meses formando un séquito personal, compuesto en su mayoría por mujeres jóvenes y solteras que actuaban como su interfaz con el mundo. Supervisadas por Schwab, estas “chicas del cuarto de atrás” organizaban viajes y hoteles, reservaban mesas para cenar según el capricho del señor y, en el nivel superior, mantenían correspondencia con el sello discográfico y la editora. Cuando se trataba de una decisión estratégica importante, la cuestión se remitía a un comité ad hoc formado por Schwab, Mel Ilberman (RCA) y un representante de los contables de Bowie. Si este comité ofrecía una solución que no convenía a Bowie, éste la saboteaba y le decía a Schwab que lo intentara otra vez, esta vez con ayuda de Pat Gibbons. “Todo depende de la organización”, solía decir. Y así, incluso desde su austero piso de Berlín, Bowie controlaba a un personal que era uno de los mejor dirigidos del mundo del rock. La mayoría de los miembros del séquito aceptaban alegremente la carga de servir a un jefe tan agradable como esencialmente inescrutable, alguien, dice una secretaria, al que “las personas le gustaban como estadísticas, pero que no quería tratar con ellas de forma personal”. La grabación de cada disco la gestión de cada gira, llegó a depender del trabajo de preparación de la sección pertinente del “cuarto de calderas” y de su sanción por el “gobernador”. A lo largo de los años más de una docena de mujeres trabajaron allí.

A nivel de calle, Bowie confiaba cada vez más en un guardaespaldas-chófer llamado Tony Mascia. Este ex atracador de bancos aparece como en parte atractivo, en parte todo lo contrario. Incluso los amigos de Bowie subrayan este carácter paradójico. Si la versión de Bolan era que “David siempre sintió debilidad por los tipos duros”, los recuerdos de otros amigos son menos halagadores. Recuerda un músico: “Una patada en los huevos, eso era un saludo cordial para él”. Mascia continuó la tradición de Stuart George y Tony Frost de mantener a los fotógrafos y fans no deseados alejados de la puerta de Bowie, por la fuerza muchas veces. Manejaba un lenguaje elemental y daba la impresión de no haber disfrutado de una educación formal. Sin embargo, pese a estos inconvenientes, Mascia tenía una lengua rápida, un sentido del humor irónico, de Brooklyn , y se ponía por completo al servicio de Bowie. También era un excelente conductor. Que Bowie carecía de esta última habilidad se demostró cuando convirtió el Mercedes negro en siniestro total mientras conducía borracho por un garaje subterráneo. Desde entonces solo condujo Mascia. 

“Heroes”, el disco que se grabó aquel verano en Hansa, se editó en octubre. La sarcástica puntuación del título es deliberada. Bowie incluyó las comillas, además de para comunicar un sentido de la ironía sobre la idea misma de heroísmo, como parte del principio que siempre le había llevado a dar a sus canciones, y por extensión a si mismo, una distancia emocional. Todos sus mejores discos comparten esta sensación, de expectativa en proceso de suave defraudación. Lo cual no quiere decir que sus fans fueran incapaces de tener opiniones fuertes sobre él. Parte del nuevo disco de Bowie resulta electrizante al oído: letras caracterizadas por las neurosis de siempre, la música por una percusión sostenida por guitarras. Otras partes sirven como triste recordatorio de lo que puede pasar cuando se desbocan la tecnología y la vanidad de un músico. “Heroes” no fue un disco que pareciera inspirar sentimientos tibios. 

El título Lodger (“inquilino”) es importante. Cuando el álbum se estrenó en mayo, Bowie ya no vivía en Berlín. Ahora dividía su tiempo entre Suiza, su loft de Nueva York y un piso alquilado en Londres. En los tres años que habían pasado desde que se marchó de Los Angeles, Bowie se había convertido en un ser humano más racional. Phil May, que lo conoció tanto en la década de los sesenta como en la de los ochenta, cree que aquello fue un interludio “catártico e incluso salvavidas”. Ronson también pensaba que “David envejeció unos veinte años” en Berlín. Se había vuelto más simpático, pero también, paradójicamente,  más difícil de conocer íntimamente. “Llevo gafas de sol y nadie me pide autógrafos”, dijo Bowie, contento, sobre Nueva York. Pero no sólo evitaba a los fans; su disfraz, en apariencia destinado a que lo dejaran en paz en la calle, también era simbólico. era la misma pauta que había seguido toda su vida. De niño y adolescente se había retirado a su habitación para hacer desaparecer la realidad de su hogar. Ahora, a los 32 años, empleaba la misma táctica, creyendo todavía que la involucración era una maldición que debía ser evitada. El Bowie que volvió de Berlín era cuerdo, lúcido y, aparentemente, cordial. También era críptico, autosuficiente y mantenía una actitud profesional. en Nueva York dejó a su paso lamisca cambiante mezcla de admiración, hostilidad y confusión que iba a ser la respuesta a su carrera y personalidad, la alquimia de su imagen pública, hasta el final.

Los tres álbumes de estudio de Bowie que empezaron con Low figuran entre los más importantes de los años setenta. Aunque, en última instancia, él pensaba que el lugar de aquéllos estaba “entre las luces eléctricas, brillantes y deslumbrantes, pero sin calor”, incluso John Lennon reconoció “la extraña atracción del trabajo de David”, y de su vida también. Low y “Heroes”, sobre todo, influyeron en todo el mundo, desde Gary Numan a Culture Club, pasando por Talking Heads. 

Su influencia era tan global, sobre Europa y América, como profunda. Su periodo Low ayudó a dar paso a los Nuevos Románticos y a los grupos de música sintética que habían introducido los discotequeros de Londres que se aferraban a sus copias de The Face e i-D. Inquietudes de Bowie como la culpa, la ansiedad y la doble personalidad fijaron el temario de la nueva era de compositores de canciones. Su visión pesimista de la humanidad y su fascinación con el estilo atraían a bandas tan diversas como Spandau Ballet y U2. Lennon llegó a reconocer que su regreso a los estudios de grabación con Double Fantasy obedeció en parte a un deseo de “hacer algo tan bueno como “Heroes”. “Rolling Stone” acertó al declarar que Bowie -más que cualquier otro artista de su época- había prefigurado la música del futuro e iba a convertirse en una figura mayor de la cultura rock.