viernes, 9 de diciembre de 2016

Bowie escribe sobre Serious Moonlight Tour RDL Num 4 Febrero 1985


Singapur

Cada vez que las caras de las azafatas palidecen con expresión de amor, y los maleteros del techo del avión se abren derramando su contenido, agarro fuertemente mi pequeña medalla de Buda y aprieto mi pequeño crucifijo contra el pecho y me digo que es tan solo un aterrizaje más. Y cuando vientos casi huracanados hacen que se balancee el DC 10 y nubes tan espesas como una sopa de guisantes aniquilan incluso una leve fantasía de visibilidad, reprimo mis intenciones de gritar e intento acordarme de lo mal que está el tráfico en Nueva York actualmente. Pero entonces, incluso antes de que mis pensamientos se transformen en terror puro, las nubes desaparecen como si fueran absorbidas por la altitud y estamos ya a escasos metros de las aguas de Singapur.

Para mí, actuar en el Este es siempre lo mejor. El resto de una gira , por mágica que sea la química de las actuaciones, se me hace monumentalmente aburrido y frustrante a causa del horario, que debe cumplirse religiosamente, y el ir de ciudad en ciudad. Es así. Mientras voy en taxi hasta el Ming Court Hotel, le disparo al conductor una serie de preguntas típicas de turistas. ¿Dónde está la parte vieja de la ciudad? ¿Es ésta la parte árabe o china o malaya? Me hace saber, en términos no precisamente inciertos, que los nuevos bloques de apartamentos, con sus cuartos de baño y su aire acondicionado, son mucho mejores para familias de cinco o seis miembros que las chabolas malolientes e infestadas de ratas y cucarachas que yo he tomado como la parte típica. He metido la pata. Entonces va y me cuenta los recientes ahorcamientos por drogas. “A muchos les dejan colgados un día entero”, me explica. “Desde chavales de catorce años a viejos. Hay pena de muerte simplemente por fumar hachís. Estamos limpiando la ciudad”.
El chófer también me comenta disimuladamente lo duro que es para él mantenerse a flote con el coste de la vida subiendo en espiral a toda marcha. Nunca ha tenido vacaciones y recuerda con nostalgia la última vez que pudo tomarse un par de días libres hace cuatro años. “Pero todo el mundo trabaja”, dice. “Singapur va a ser el próximo Hong-Kong”.
Cuando me instalo en mi suite del  Ming Court Hotel, el pequeño botones malayo señala la moqueta y el televisor de diez canales. Parece muy orgulloso de los cuartos de baño, pero lo que visiblemente más le alucina son los trescientos pies cuadrados de libertad personal. Se pasea por la habitación de pared a pared, suspirando un “cuanto espacio” revelador.

Contra el Rock

Las autoridades de Singapur no ven con buenos ojos el rock & roll. Dos de mis canciones, “China Girl” y “Modern love”, fueron prohibidas en la radio. “Restricted”, como se dice. Nuestro maravilloso y atrevido promotor, el Dr. Goh Pohseng, arriesgó su cuenta bancaria e incluso su libertad al traernos a mí y a mi grupo a este país. Cuando las autoridades se enteraron de que yo iba a efectuar una aparición sorpresa en su club dos días antes del concierto, hicieron una redada, prohibieron al grupo de la casa por escándalo público y amenazaron al Dr. Pohseng con encarcelarlo si un invitado del club (yo) subía al escenario y cantaba. También tuvo que enfrentarse a muchos problemas para conseguir montar el escenario y el equipo de luces: las empresas locales se negaron a colaborar con él. Cuando pidió tres yardas de cable, los vendedores locales  -a sabiendas de que era para el rock & roll- sólo le vendían bobinas de cien yardas, nadie quería dejarle material para montar el escenario, así que acabó comprando una estructura permanente diseñada por un arquitecto a diez veces el coste real de un escenario… y así fue todo, una y otra vez.

Las luces tuvieron que traerse expresamente desde Malasia. Muchas llegaron rotas, y las que llegaron bien no tenían mayor potencia que la de una vulgar bombilla. Pero, ¡Dios!, por lo menos lo intento.

Se supone que debo decirles algo a los críos que conforman mi público de Singapur. Esos críos que están condenados a subir eternamente por la escalera mecánica. Esas caras interesadas/inescrutables que parecen diseñadas en América a base de fibra de vidrio y plástico. Aquí estoy de pie en un hermosamente improvisado escenario de alta tecnología, y me choca el pensar lo tontas que parecen mis canciones ante estos críos vestidos de verde y rojo que representan una cultura de cuatro mil años. Y casi como ratificando esas diferencias culturales, las autoridades locales me han separado del público con un foso de sesenta y cinco pies que separa la primera fila del escenario. Y cuando dijo público me refiero a críos, y cuando digo separado quiero decir separado.

Intento saludar y presentar al grupo en chino. Lo que es recibido con simpatía por el público, ya que mi pronunciación es tan terrible que estoy seguro de que no entiende una sola palabra. El público al otro lado del foso queda tan lejos que me parece estar cantando a destiempo. Me giro y veo a un Carlos Alomar enano que salta e intenta dirigir a un grupo de rock que no acaba de prender fuego. Miro a mi alrededor y veo policías paramilitares a montones ante la primera fila. Acarician sus porras y no sueltan sus pistolas. Mi chaqueta es estilo Tokyo (rascacielos y focos de luz de diamante). Hay tanta laca en mi pelo que ni siquiera un huracán podría moverlo. Mi camisa se mantiene dentro de los pantalones gracias a que va interiormente fijada a un par de ligueros que me aprietan la parte alta de las piernas. Llevo dos pares de calcetines, unos encima de otros porque los zapatos me van grandes. Y estoy implorando al público a que se ponga los “zapatos rojos” de la canción “Let’s Dance”. La ovación es inmensa, hay 15.000 personas delante nuestro. Una chica es golpeada ferozmente con una porra y traspasada violentamente al terreno de seguridad.

Es una ciudad en la que puedes ser arrestado por mascar chicle, pedirle a la gente que se ponga zapatos rojos suena indudablemente subversivo.

El cálido aire de la noche baña nuestros cuerpos y los olores y sabores del Este se hacen más intentos a medida que avanza la noche. Por un momento me siento como si estuviera tocando en la jungla infestada de tigres que había aquí antes de que llegara la civilización hace unas décadas. De vez en cuando, la timidez del público se rompe levemente al reconocer esta canción o esta otra. Cantan con nosotros. Es una experiencia increíble para mí, y supongo que para cualquier artista, ver a un público de una cultura tan distante a la mía propia cantando mis canciones. Igual no hay para tanto pero, por una noche, puede significarlo todo.

Ahora todos bailamos y nos amamos y estamos pasando una velada increíble. Volvemos a salir para el encore y las masas suben por el foso hacia el escenario. Nos damos la mano y nos inspiramos mutuamente. De pronto mis canciones suenan bien, y me doy cuenta de nuevo de lo afortunado que soy al estar haciendo lo que hago. Creo que voy a hacer otra gira muy pronto.

David Bowie










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