Singapur
Cada vez que las caras de las azafatas palidecen con
expresión de amor, y los maleteros del techo del avión se abren derramando su
contenido, agarro fuertemente mi pequeña medalla de Buda y aprieto mi pequeño
crucifijo contra el pecho y me digo que es tan solo un aterrizaje más. Y cuando
vientos casi huracanados hacen que se balancee el DC 10 y nubes tan espesas
como una sopa de guisantes aniquilan incluso una leve fantasía de visibilidad,
reprimo mis intenciones de gritar e intento acordarme de lo mal que está el
tráfico en Nueva York actualmente. Pero entonces, incluso antes de que mis
pensamientos se transformen en terror puro, las nubes desaparecen como si
fueran absorbidas por la altitud y estamos ya a escasos metros de las aguas de
Singapur.
Para mí, actuar en el Este es siempre lo mejor. El resto de
una gira , por mágica que sea la química de las actuaciones, se me hace
monumentalmente aburrido y frustrante a causa del horario, que debe cumplirse
religiosamente, y el ir de ciudad en ciudad. Es así. Mientras voy en taxi hasta
el Ming Court Hotel, le disparo al conductor una serie de preguntas típicas de
turistas. ¿Dónde está la parte vieja de la ciudad? ¿Es ésta la parte árabe o
china o malaya? Me hace saber, en términos no precisamente inciertos, que los
nuevos bloques de apartamentos, con sus cuartos de baño y su aire
acondicionado, son mucho mejores para familias de cinco o seis miembros que las
chabolas malolientes e infestadas de ratas y cucarachas que yo he tomado como
la parte típica. He metido la pata. Entonces va y me cuenta los recientes
ahorcamientos por drogas. “A muchos les dejan colgados un día entero”, me
explica. “Desde chavales de catorce años a viejos. Hay pena de muerte
simplemente por fumar hachís. Estamos limpiando la ciudad”.
El chófer también me comenta disimuladamente lo duro que es
para él mantenerse a flote con el coste de la vida subiendo en espiral a toda
marcha. Nunca ha tenido vacaciones y recuerda con nostalgia la última vez que
pudo tomarse un par de días libres hace cuatro años. “Pero todo el mundo
trabaja”, dice. “Singapur va a ser el próximo Hong-Kong”.
Cuando me instalo en mi suite del Ming Court Hotel, el pequeño botones malayo
señala la moqueta y el televisor de diez canales. Parece muy orgulloso de los
cuartos de baño, pero lo que visiblemente más le alucina son los trescientos
pies cuadrados de libertad personal. Se pasea por la habitación de pared a
pared, suspirando un “cuanto espacio” revelador.
Contra el Rock
Las autoridades de Singapur no ven con buenos ojos el rock
& roll. Dos de mis canciones, “China Girl” y “Modern love”, fueron
prohibidas en la radio. “Restricted”, como se dice. Nuestro maravilloso y
atrevido promotor, el Dr. Goh Pohseng, arriesgó su cuenta bancaria e incluso su
libertad al traernos a mí y a mi grupo a este país. Cuando las autoridades se
enteraron de que yo iba a efectuar una aparición sorpresa en su club dos días
antes del concierto, hicieron una redada, prohibieron al grupo de la casa por
escándalo público y amenazaron al Dr. Pohseng con encarcelarlo si un invitado
del club (yo) subía al escenario y cantaba. También tuvo que enfrentarse a
muchos problemas para conseguir montar el escenario y el equipo de luces: las
empresas locales se negaron a colaborar con él. Cuando pidió tres yardas de
cable, los vendedores locales -a sabiendas
de que era para el rock & roll- sólo le vendían bobinas de cien yardas,
nadie quería dejarle material para montar el escenario, así que acabó comprando
una estructura permanente diseñada por un arquitecto a diez veces el coste real
de un escenario… y así fue todo, una y otra vez.
Las luces tuvieron que traerse expresamente desde Malasia.
Muchas llegaron rotas, y las que llegaron bien no tenían mayor potencia que la
de una vulgar bombilla. Pero, ¡Dios!, por lo menos lo intento.
Se supone que debo decirles algo a los críos que conforman
mi público de Singapur. Esos críos que están condenados a subir eternamente por
la escalera mecánica. Esas caras interesadas/inescrutables que parecen
diseñadas en América a base de fibra de vidrio y plástico. Aquí estoy de pie en
un hermosamente improvisado escenario de alta tecnología, y me choca el pensar
lo tontas que parecen mis canciones ante estos críos vestidos de verde y rojo
que representan una cultura de cuatro mil años. Y casi como ratificando esas
diferencias culturales, las autoridades locales me han separado del público con
un foso de sesenta y cinco pies que separa la primera fila del escenario. Y
cuando dijo público me refiero a críos, y cuando digo separado quiero decir
separado.
Intento saludar y presentar al grupo en chino. Lo que es
recibido con simpatía por el público, ya que mi pronunciación es tan terrible
que estoy seguro de que no entiende una sola palabra. El público al otro lado
del foso queda tan lejos que me parece estar cantando a destiempo. Me giro y
veo a un Carlos Alomar enano que salta e intenta dirigir a un grupo de rock que
no acaba de prender fuego. Miro a mi alrededor y veo policías paramilitares a
montones ante la primera fila. Acarician sus porras y no sueltan sus pistolas. Mi
chaqueta es estilo Tokyo (rascacielos y focos de luz de diamante). Hay tanta
laca en mi pelo que ni siquiera un huracán podría moverlo. Mi camisa se
mantiene dentro de los pantalones gracias a que va interiormente fijada a un
par de ligueros que me aprietan la parte alta de las piernas. Llevo dos pares
de calcetines, unos encima de otros porque los zapatos me van grandes. Y estoy
implorando al público a que se ponga los “zapatos rojos” de la canción “Let’s
Dance”. La ovación es inmensa, hay 15.000 personas delante nuestro. Una chica
es golpeada ferozmente con una porra y traspasada violentamente al terreno de
seguridad.
Es una ciudad en la que puedes ser arrestado por mascar
chicle, pedirle a la gente que se ponga zapatos rojos suena indudablemente
subversivo.
El cálido aire de la noche baña nuestros cuerpos y los
olores y sabores del Este se hacen más intentos a medida que avanza la noche.
Por un momento me siento como si estuviera tocando en la jungla infestada de
tigres que había aquí antes de que llegara la civilización hace unas décadas. De
vez en cuando, la timidez del público se rompe levemente al reconocer esta
canción o esta otra. Cantan con nosotros. Es una experiencia increíble para mí,
y supongo que para cualquier artista, ver a un público de una cultura tan
distante a la mía propia cantando mis canciones. Igual no hay para tanto pero,
por una noche, puede significarlo todo.
Ahora todos bailamos y nos amamos y estamos pasando una
velada increíble. Volvemos a salir para el encore y las masas suben por el foso
hacia el escenario. Nos damos la mano y nos inspiramos mutuamente. De pronto
mis canciones suenan bien, y me doy cuenta de nuevo de lo afortunado que soy al
estar haciendo lo que hago. Creo que voy a hacer otra gira muy pronto.
David Bowie
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